En esta ocasión vuelvo a escoger una mis músicas FUNDAMENTALES, en una versión igualmente FUNDAMENTAL.
Vallée d’Obermann (Années de pélerinage I, nº6), S. 160/6 (LW A159/3)
Durante los años que pasó viajando con su amante la Condesa d’Agoult por Europa, casi la totalidad de la década de 1830, Liszt esbozó varios cuadernos de impresiones musicales bajo el título Album d’un voyageur. Veinte años después las somete a revisión y publica dos colecciones, Suisse e Italie, tituladas Années de pèlerinage. La primera de ellas, Suiza, refleja las emociones sentidas en las inmensidades alpinas, y es muestra de la inquietud romántica por la relación entre hombre y Naturaleza. Aunque en no pocas de las piezas se roza lo meramente descriptivo, sí hay poesía en “Las Campanas de Ginebra” o “La Capilla de Guillermo Tell” y por encima de todas, en “El Valle de Obermann”. Además de las vivencias suizas, Liszt compuso bajo la impresión de la novela Obermann, de Etiene Jeane Senancour. Por otro lado, en una ocasión comentó que el Valle de su experiencia no era otro que Fontainebleau. Pocas veces alcanzó el húngaro la profundidad de esta composición en tres secciones. La primera, interrogativa y angustiada, basada en frases descendentes, encuentra cierto alivio contemplativo en la segunda idea, una de la inspiraciones más felices del autor. Una tremenda crisis lleva a la inmarcesible recapitulación, que nos conduce hacia la necesaria catarsis. El final, sin embargo, escapa a las limitaciones del arquetípico triunfo romántico, persistiendo siempre una sombra de incertidumbre.
Acudimos a la interpretación de Vallée d’Obermann más grande jamás registrada, la que firmó Claudio Arrau en 1969. El pianista chileno encarnaba la tradición romántica del piano, ya que su maestro en Berlín, Martin Krause, fue alumno de Liszt. Un linaje incomparable si recordamos además que Liszt estudió con Czerny, discípulo de Beethoven. La seriedad del fraseo de Arrau, que podía ser un punto excesiva en otros universos, hace plena justicia a las ineluctables cuestiones que plantea la primera parte. Su sonido, redondo, corpóreo pero nunca duro, hermosísimo, brilla en la delicadeza de los cristalinos arpegios que inician la última sección, dichos con la habitual liquidez de su registro agudo y una articulación que roza lo insuperable. Pero también en la enérgica sección central, con ese absoluto control de los diversos planos enfrentados, trinos y poderosas escalas, y la peroración conclusiva que, sobre un acompañamiento admirablemente sostenido, acumula más y más fuerza hasta el delirio. Una versión que ha quedado grabada en mi inconsciente, hasta el punto de esperar, siempre que escucho el “Valle de Obermann” los matices, el sonido e incluso las respiraciones de Arrau.
Vallée d’Obermann (Années de pélerinage I, nº6), S. 160/6 (LW A159/3)
martes, 8 de mayo de 2007
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